Coe nunca decepciona, quizás en La lluvia antes de caer,
pero ni en ese caso, a pesar de ser un libro que no tiene que ver con
sus novelas precedentes. En este caso, es una mezcla entre relatos y
novela, los capítulos en los que se divide el libro son bastante
independientes, podrían funcionar como relatos o cuentos, pero están
enhebrados por las protagonistas y por un número, el once, como queda
claro en el título. El once es púramente anecdótico, pero es recurrente.
Los
sucesivos capítulos o episodios nos narran situaciones que comparten
las dos amigas, Rachel y Alison, pero que solo coinciden al inicio y al
final del libro.
El libro es un círcular, podría decirse, ya
que el inicio del libro y el final son los momentos en los que coinciden
los dos personajes eje y además en el mismo espacio o entorno, el
pueblo de los abuelos de Rachel. La vida, las circunstancias, las
decisiones, los malentendidos las van llevando por caminos divergentes
y, a lo largo de la narración, se van convirtiendo en el eje sobre el
que pivotan el resto de historias. No son protagonistas absolutas, pero
sin ellas no tendrían sentido esos personajes.
Podría resumir,
hasta donde mi única neurona llegue, cada episodio, capítulo, cuento o
relato, desde el primero en el que ambas están pasando unos días en casa
de los abuelos de Rachel y tropiezan con un singular personaje que
habita una extraña casa (el número 11 de una calle), que provoca unas
especulaciones en la mente de las dos niñas, especulaciones sin
fundamento; pasando por la participación de la madre de Alison en la
versión inglesa de Supervivientes, ya que tuvo un cierto éxito con una
canción en los 80, motivo por el cuál recurren a ellas; hasta el
reencuentro final de ambas, en el que Rachel va a visitar a Alison a una
prisión, en la que cumple condena por defraudar al estado al cobrar
unas ayudas que no debería, por no haber declarado unos pequeños
ingresos.
Lo más interesante del relato, del conjunto de la
novela, son las situaciones, los personajes y los comportamientos que
Coe va dejando durante toda la narración. Creo que a muchos
intelectuales y, ya no digo tertulianos, los adelanta por cualquier
dimensión al realizar una análisis y una critica de la sociedad urbana
actual. Sí, digo urbana, por que es la que se considera la sociedad tipo
y típica de la sociedad occidental.
Así, a bote pronto,
reciben su correspondiente dosis de ironía, crítica y vituperio la
educación, la sanidad, la prensa, la televisión, la gestión de los
recursos públicos, las políticas culturales, la policía, el empleo, la
política, la justicia, el sistema universitario, la monetización de lo
intangible y lo sentimental.
Lo hace en muchas ocasiones
usando dos antagonistas extremos: una familia multimillonaria contra
Rachel, que a su vez es una excepción, licenciada en Oxford, por méritos
no por posición económica; o en la celebración de una entrega de
premios, en la que coloca a un sencillo inspector en una suntuosa
ceremonia, de tal soberbia, que el menú, en lugar de ser una hoja, es un
actor en el centro de la mesa, que va describiendo los platos mientras
son servidos.
Y, el dinero, esa adicción, necesidad y ansiedad
que provoca el tenerlo o no tenerlo. A lo que aboca a quien no lo
tiene, que ha de acceptar cualquier trabajo bajo cualquier
circunstancia, teniendo que renunciar a hacer lo que moralmente debe
hacer, por no perder un trabajo. O las locuras, caprichos y
excentricidades de aquellos que lo tienen. El absurdo se concreta en la
petición de la mujer del potenciado para los hijos del cual, Rachel,
hace de institutriz. Le pide a un arquitecto que le haga un sótano con,
no podía ser de otro modo, once plantas, a todas les da una utilidad
salvo a la última. Lo cual lleva al arquitecto a preguntar a la señora
que para qué la quiere. Ella le responde, nadie tiena un subterráneo con
once plantas.
Seguramente, en la mayoría, por no decir en
todos, los libros que he leído deben haber alusiones, guiños o,
directamente, citas a otros libros o literatos, pero yo no los suelo
pillar, salvo las citas que son explícitas, pero que en la mayoría de
casos no las conozco. Pero esta vez he pillado el guiño a Alicia en el país de las maravillas.
A ver, tampoco había que ser ningún genio para pillarla. Cuando Rachel
entra a trabajar, como interna, la casa del millonario está dividida en
dos zonas: la de la familia y la del servicio. Para pasar de una a otra,
se accede por una habitación que está separada por un espejo.
El
final de la novela es singular, no sé qué sentido tiene, salvo el de
una justicia invisible o el de materializar los sueños o los miedos de
Rachel, pero es, en cierto modo, desconcertante.
Leo a Coe y
cuando voy a la biblioteca y veo a escritores de aquí, entro en pánico,
ya que creo que no puedan acercarse lo más mínimo a un tipo de narrativa
como esta. Una narrativa que no es pomposa, ni recargada, todo lo
contrario, un lenguaje claro y sencillo, sin excesivos alardes
descriptivos.
Cuando la duda me embargue en la biblioteca, creo que será mi salvavidas particular.
Por cierto, el título completo es El número 11: fábulas que ilustran la locura, más acertado no puede ser.
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